martes, 16 de febrero de 2010

Microcuentos: Risas que matan

Cada vez que sonreía, sus blancos e inmaculados dientes irradiaban una luminiscencia peligrosamente cegadora, que alcanzaba su punto máximo de intensidad y justo allí, en ese instante se alcanzaba a escuchar un melódico e hipnótico “clinnnnccccc”, que se acompañaba inevitablemente de un explosivo aroma a menta que congelaba todo a su alrededor. Era hermoso, según el testimonio de unos escasos sobrevivientes. Era peligroso. Era pues, hermosamente peligroso verlo sonreír. Una muerte inmediata sobrevenía después de aquel maravilloso espectáculo. Por ello todo el mundo lo evitaba. Él mismo evitaba sonreír. Los pocos asados a los que asistía eran por demás aburridos. Nadie se animaba a relatar la menor anécdota por temor a que sucediera una fatalidad.

Aquella calurosa mañana de enero se lo vio a su vecino de junto tocándole la puerta, embutido en un gamulán y en su jogging de tela de avión, con la máscara de soldador ocultando su rostro.
Apenas se abrió la puerta, una luz nívea y densa como una neblina comenzó a expandirse desde el zaguán. Hacía tiempo que no lo visitaban y ello despertó una alegría inusitada.

Abruptamente aquella luminosidad se apagó. Sólo sobrevivió la luz del día, que para esa altura parecía opaca y deslucida.
Cuentan las comadronas del barrio que se lo vio al vecino bajándole todo el comedor a golpes de puño, y con una tenaza, aquellos dientes más rebeldes. Fue doloroso. Fue necesario.
Como entonces, Lucio sigue sin sonreír, pero se dice que ahora, es para evitar el oprobio que le produce su desdentada humanidad.

Por Damián G. o mejor dicho, D. Garavagno

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